La cartelera perdida (I)
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Yo también quiero unirme a las celebraciones del treinta aniversario del cine Doré como sala de proyecciones de la Filmoteca Española. No estuve en su sesión inaugural, el primero de marzo del 89. Pero en la primavera de aquel año asistí por primera vez a uno de sus pases. Gentelman Jim (1942), de Raoul Walsh, fue el título en cuestión. Pese a las tres décadas que nos contemplan, aún recuerdo con nitidez, tal si hubiera sido ayer, aquella primera visita. Para quienes ya éramos asiduos a la Filmoteca, que la institución tuviese una sala de proyecciones propia era la materialización de un viejo anhelo. Como se dijo en su momento, en buena medida obedeció al empeño de Luis G. Berlanga, presidente de la institución entre 1979 y 1982.
Corría 1980 cuando comencé a frecuentar "la Filmo", que la llamaba entonces. Un año antes, en el 79, mientras cumplía con mis obligaciones militares como bibliotecario del colegio mayor Barberán, tuve oportunidad de conocer a un cinéfilo: el Fellini le llamaban sus compañeros. Naturalmente, era el encargado del cineclub de la casa. El afán con que llevaba su tarea me dejó impresionado. En aquel tiempo yo tenía veinte años, el momento de encaminar mi vida se imponía y me decidí de un modo irrevocable por la cinefilia. En fin, vuelvo a una historia que ya he contado muchas veces en muchos sitios.
Lo que es menos sabido es que me hice cinéfilo el primer día que asistí a una proyección en la Filmoteca. Hasta entonces sólo había sido un mero espectador, un buen aficionado, que apuntaba maneras con la lectura de El cine (1973), la enciclopedia de Buru Lan que fue el pilar de mi biblioteca cinéfila. Aquella primera proyección en la Filmo tuvo lugar en el cine Príncipe Pío, del entonces paseo de Onésimo Redondo 16 (actual cuesta de San Vicente), la sala a la sazón de la casa, que entonces se llamaba Filmoteca Nacional. Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) fue mi primer título como cinéfilo. Estaba tan hecho a la pantalla contemporánea, que aún me chocaba la textura del cine antiguo.
Aquella primera proyección en la Filmo fue un acto solemne. Después llegaron los clásicos más básicos, esos que -como Ciudadano Kane sin ir más lejos- deben considerarse como de primero de cinefilia. Hubo una tarde en que asistí a tres proyecciones seguidas -El sargento York (Howard Hawks, 1941), El hombre tranquilo (John Ford, 1952) y Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952)- y aún la considero uno de los grandes momentos de mi vida.
Aprendiz, como aún era, me daba cierto reparo adentrarme entre los verdaderos cinéfilos. De hecho, acostumbraba a sentarme en el anfiteatro. La timidez del neófito me impedía bajar al patio de butacas. Entre los habituales del Príncipe Pío del año 80, no era raro ver a Rafael Alberti con sus espléndidas camisas estampadas. Residía en la plaza de España y la sala le quedaba cerca. Supuse que era cinéfilo por los versos que dedicó a Buster Keaton en Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), su entrega más surrealista. De los de entonces, cuarenta años después, sólo sigue siendo un habitual de la Filmoteca mi buen amigo y editor Juan Carlos Rentero, que en aquellas tardes tenía un puesto de libros de cine en la entrada del Príncipe Pío. Y el también entrañable Jorge Martín Neira, que entonces editaba la revista de "viajes imaginarios" Mandrágora y el Pirata y hoy trabaja en la Filmoteca. En aquellas páginas publiqué mi primer artículo sobre la gran pantalla, una exaltación de Jean Vigo, el Rimbaud del realismo poético francés.
Cuando lo leyó Luis G. Berlanga, me recibió en su despacho de la Filmo, que entonces estaba en la carretera de la Dehesa de la Villa s/n. Compartiendo espacio con el instituto de RTVE. Siempre se ha tendido a confundir la sede de la Filmo, que actualmente se encuentra en el Palacio del marqués de Perales, del número 10 de la calle de la Magdalena, con su sala de proyecciones. Pero estábamos con aquella mañana en que Berlanga me recibió para hablarme de mi artículo. Excuso decir lo que supuso para mí, aprendiz de cinéfilo como aún era, que uno de los grandes del cine español se pusiera a hablar conmigo de películas. A partir de entonces, siempre que coincidí con don Luis en algún estudio, alguna presentación o en cualquier otro sitio, el realizador tenía un rato para cambiar impresiones conmigo con esa simpatía que los cineastas dedican a los cinéfilos.
Desde las primeras proyecciones filmófilas -"filmófilos" hubiera dicho don Florentino Soria, uno de los más entrañables directores de la Filmo, que llamaba filmófilos a los cinéfilos en las cintas de Berlanga- comprendí que la cinefilia tiene su máxima expresión en la literatura. Así que, entre mis primeros libros cinéfilos, empezaron a ocupar un lugar prominente los catálogos y folletos que acompañaban los ciclos de la ya bien amada Filmoteca. Destacaré El cine de terror de la Universal (1976) y el resto de los escritos por el fundador de la institución, Carlos Fernñandez Cuenca. Y, por supuesto, los programas de mano de la sala de proyecciones. De los editados entre 1980 y 1984 tengo la colección completa. Junto a El cine de Buru Lan y la mayor parte de los libros de cine adquiridos en aquellos años, cuentan entre los textos más preciados de cuantos atesoro.
Itinerarios, la educación de un soñador del cine, tituló Noël Burch, uno de los teóricos que más admiro, el tomo en que reunió los artículos escritos entre 1970 y 1985. Mi itinerario de entonces también pasaba por las sesiones matinales de la ya bien amada filmoteca, que se celebraban en la sala de proyecciones del Museo Español de Arte Contemporáneo. Allí vi por primera vez El ejército de las sombras (1969), del gran Jean-Pierre Melville. Tres décadas después sigue siendo una de las películas de mi vida. Vaya ahora parafraseando el título bajo el que en 1975 reunió sus artículos el gran Truffaut, parafraseando a su vez al Henry Miller de Los libros en mi vida (1952).
La exhibición cinematográfica, tal y como se conocía en los días en que yo me iniciaba en la cinefilia, comenzaba a entonar su canto del cisne. La sesión continua, el programa doble, aquellos procedimientos mediante los que el cine resultó gustarme más que nada en el mundo, empezaban a verse seriamente afectados por la popularización del video. Ante el nuevo panorama algunas salas dedicadas a la programación de restreno, -como lo fue el Doré hasta su cierre en 1963- dieron en reconvertirse en cinestudios. Por así decirlo, estos últimos eran como pequeñas filmotecas. Se prestaba más atención a los gustos de los jóvenes como yo entonces -tenía veintipocos años- que a la mera comercialidad de las salas de estreno. Pero aquella habría de ser una propuesta efímera, como lo eran entonces las diferentes salas de la Filmo.
Asimismo, el circuito de la versión original, claramente heredero del conocido hasta entonces como de arte y ensayo, cobró un nuevo impulso entre la cinefilia. Entre esta última fórmula, destacaban los cines Alphaville, así llamados en evocación de Lemmy contra Alphaville (1965), la obra maestra que el gran Jean-Luc Godard aportó a la ciencia ficción europea. En aquellos multicines descubríamos a Wim Wenders, Chantal Akerman o Alain Tanner... Quienes acudían a presentar sus filmes entre los cinéfilos madrileños en los encuentros organizados en la cafetería de los Alphaville. Cuando fue el caso de Salve quien pueda, la vida (1980), tuve tan cerca de mí a su autor, el gran Godard, como tengo ahora la pantalla del ordenador en el que escribo esto. No me atreví a decirle nada. Con todo, buscando el tiempo perdido de mi cinefilia, resulta más entrañable el recuerdo de la librería de los Alphaville, regentada por José Flor, otro cinéfilo de pro.
Era tan previsible como es cierto que todo -hasta lo malo- toca a su fin. Pero quien hubiera dicho entonces que todos aquellos primeros pasos de mi itinerario cinéfilo, si no fuera por las cintas que vi entonces por primera vez que ahora atesoro, habrían de quedarse en poco más que esas célebres lágrimas disueltas en la lluvia a las que alude Roy Batty (Rutger Hauer) en ese dialogo de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) que forma parte del florilegio de nuestro tiempo.
Al cabo, de mi cartelera perdida, sólo habría de sobrevivir la bien amada Filmoteca. De su paso por el Príncipe Pío recuerdo el ciclo dedicado al western que ocupó todo el verano del 80. Fue mi feliz reencuentro con el género de mi niñez, que también es el cine por excelencia. Tampoco olvido el monográfico dedicado al musical estadounidense, género que también amo porque es capaz de levantarme el ánimo como solo lo hiciera mi otrora querido ron. El musical ocupó el estío del 81. Y aún aplaudo la retrospectiva dedicada a los clásicos del cine francés, que se prolongó a lo largo del curso siguiente. En ella descubrí maravillas como La belleza del diablo (René Clair, 1950) y lo mejor del gran Jacques Becker.
(continúa en la entrada siguiente)
Publicado el 17 de julio de 2019 a las 10:30.